lunes, 10 de marzo de 2014

El Parque, Por Leo Striddels




Como no te había contado que el otro día estaba fuera de la Ciudad, ahora aprovecho y te cuento que en el parque estaba el hombre.

El hombre dijo algo, y me ofusqué.  Agarré al niño y me acerqué a oír la advertencia.  No era tal, sino una chanza inocente, el hombre dijo que tenía la intención de negar a mi hijo.  Que de cuál otra forma iba a parecerse tanto el muchacho a mi.  Me sonreí y corroboré.  El hombre me pidió excusas, porque leyó en mi cara una distancia áspera, una tensión muscular.  Le mentí diciendo que no, que cómo iba a ser, y digo que le mentí porque mi expresión no cambió un ápice, dejando las cosas perfectamente claras para el extraño.  Él debió entender, porque me devolvió una sonrisa en los mismos términos.

Pasaron diecinueve minutos y 48 segundos, que es el tiempo exacto que yo me tardo en comer dos bolas de helado de fresa cualquier 27 de febrero a las 3 y quetimportantos minutos de la tarde. (ojo, solo los 27 de febrero.  Otros días, pida previamente una cronometración presupuestal).  El niño no quiso, a pesar del calor que el sol repartía con generosidad y entusiasmo.  Lo cogí variado.  De hambre no se iba a morir el muchacho, por no comerse un heladito.  Fue así que decidí irme, a pasar calor en algún otro lugar; cuando el hombre se me acercó de nuevo.

Me reiteró una vez más su pobreza material, su falta de aseo, su elegancia marchita en un lugar donde el Metro no pasa.  Me brindó grajos pasados y presentes, rancios por naturaleza y terquedad; tragedia lejana que percibí sin ganas.  Fue cuando me espetó: 

- Don, quisiera pedirle un favor, pero no sé como decirlo...

- Dígalo sin pena y sin apuro.  No se preocupe por eso.

El hombre alzó el pecho, enderezó el rostro y me miró firme, decidido, honesto, entero.  Faltaría la riqueza, pero no la dignidad.

- Deme cincuenta pesos.  Para que no se sienta mal si después me ve, es para beberme un trago.

- Ah caramba, no faltaba más.  Vea aquí los cincuenta pesos.

Tras darme las gracias y marcharse, me quedé sentido, pensando que tal vez tengo la misma moral que una veleta, que gira donde sopla el viento.  Realmente no cuestioné sus motivos ni sus vicios, eso sí, me sentí cómplice de una corrupción.  Pero también pensé "¿Pero qué tan canalla puedo ser yo en esta tierra olvidada de los políticos? Tantos hombres, jovenes y viejos; todos pobres.  Como una enfermedad de las que se pegan".

Leo Striddels

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