viernes, 22 de diciembre de 2017

Empanadillas de cativía en familia



Señores, me dio lo que anda. Alguna de esas esporas de nostalgia que trae la brisa navideña se habrá metido en mí y ha sacado de control mis emociones. Me siento expuesto y con una herida abierta, me declaro en inestabilidad emocional navideña. Los efectos secundarios provocaron que mis pensamientos divagaran por caminos que anduve en mi infancia. Cuando salí de mi trance me encontré a mí mismo salivando por unas, imagínese usted, empanadillas de cativía de las que hacía mi madre. Aquellas que, siendo niño, anhelaba comer desde el preciso momento en que llegaba diciembre.

Les cuento. Las vacaciones escolares decembrinas solían ponerme en hiperactividad absoluta. Mi felicidad se alimentaba con bicicletas, montadas a caballo, correteos por la casa, con el friito matutino, pero sobre todo se alimentaba con la emoción de haber terminado los exámenes y no volver al colegio aunque fuera por tres semanas. ¡Ahhh, cuánta felicidad sentía al dar la espalda a esa rutina! El último timbrazo cerraba el medio año escolar y daba inicio al disfrute de las navidades y los regalos de los reyes magos. Al salir del colegio y pasar frente a la fritura de Doña María de camino a mi casa, me recordaba que pronto llegarían dos festines de la mejor comida del año, uno el 24 y otro el 31 de diciembre.

Aquella burbuja de felicidad se completaba con la presencia de amigos y familiares que llegaban de tierras de ensueño. Me alegraba con saber que algunos amigos vendrían de “los países” y de que mis hermanos mayores vendrían de “la capital”, aquella ciudad que a mi edad era símbolo de progreso y modernidad, donde se hacían los cheques, de edificios altos que no había en Higüey, donde únicamente podía conseguir Hershey’s y Oreos a principios de los años ochenta. ¡Ahhh, la infancia! ¡Qué chulería!

Llegaba el 23 de diciembre, desde temprano sonaba el tilín-clan-clan de calderos y ollas, mi madre repartía instrucciones a cualquiera que le cruzara por el lado: “Chucho: arme la máquina de moler carne. Ivette: póngase en eto’, que hay que hacerle un escabeche a la carne antes del medio día”. Ivette trabajó por muchos años en mi casa, nos vio nacer, crecer, dejó el trabajo y volvió cuando ya éramos hombres. A cualquiera de mis hermanos le decía: “vaya donde Lalo y dígale que mande a buscar las hojuelas”. Si cualquiera de nosotros daba visos de haraganería, ella lo activaba inmediatamente: “Póngase en eto’, que eto’ e’ pa’ hoy”. Los boches se encendían si ella, en su sabia planificación de los quehaceres del hogar, calculaba que terminaría de noche.

Mis hermanos y yo nos turnábamos en la molienda de la carne. Trabajito duro ese, ¡er diache! El techo cobijado de “zinc” disipaba un calor terrible, el sudor corría desde la coronilla de la cabeza hasta aquella parte del cuerpo donde no da el sol. El movimiento monótono de la manigueta cansaba nuestros músculos, obligándonos a alternar entre un brazo y otro.

Llegado el momento de buscar las hojuelas, me aseguraba de estar montado en el vehículo que nos llevaría a la casa de doña Edelmira en el barrio Nazaret. Otro llevaría a cabo el encargo, mi propósito era presenciar por un breve instante el ambiente de ese lugar. Me maravillaba al observar aquel grupo de hombres y mujeres que pelaban, guayaban, secaban, amasaban y cortaban para transformar quintales de yuca en hojuelas de cativía. Los veía como una enorme maquinaria viviente, hecha de herramientas rústicas que funcionaban a base de músculos y perfectamente sincronizada. Doña Edelmira le dedicaba tiempo a todo y a todos para mantener funcionando a toda capacidad esa industria doméstica durante la temporada alta de consumo de empanadillas, diciembre. Ella, usando mandil, paño en la cabeza y luciendo sus características pecas en el rostro, ponía con cuidado 10 pilas de 25 hojuelas en la bandeja de mi mamá, cobraba y volvía a atender cualquiera de sus tantas responsabilidades: responder el teléfono, dirigir la producción, atender al próximo cliente o darle el soberano boche a cualquiera que fuera a comprar hojuelas sin haber reservado con anticipación.

La bandeja de hojuelas, cubierta de un paño impecable, descansaba en el regazo del más fuerte de los mensajeros, para asegurarse de que ese objeto tan preciado llegara a su destino en las mismas condiciones en que se lo entregaron. En ese momento ya solía ser el medio día,  estaban listas la carne y las hojuelas, pero también estaba listo el almuerzo.

Terminado el trajín matutino, el “fregao” del almuerzo y el cafecito post-siesta de mi papá, llegaba el momento adecuado para comenzar la segunda fase de la operación empanadillas. Mi mamá ordenaba a cualquiera de nosotros, con firmeza y en tono jocoso: “vaya a la nevera y tráigame el vino, ¡pero rápido!”. De vuelta a la cocina, regresaba el emisario con una botella de vino Cinzano blanco que había sido comprada con alevosía días antes. El “crack” que sonaba al destapar la botella era el disparo que iniciaba la carrera de las empanadillas. Mientras avanzaba el trabajo, crecían en mí las expectativas del festín. Ella echaba cuidadosamente la carne en la hojuelas, mojaba sus dedos para hacer que el almidón de la yuca formara un engrudo que servía de pegamento natural, jutaba los bordes y los apretaba gentilmente entre sí. Este proceso se repetía cuidadosamente doscientas cincuenta o trescientas veces hasta que se completaba ese mismo número de empanadas rechonchas, cuidándose de que no se abriera el mínimo hueco en aquella “tela de yuca”.

Al mismo tiempo, Ivette comenzaba a freir las primeras de las producción. De vez en cuando se oía alguna empanadilla explotar y regarse el aceite por todas partes, y detrás se escuchaba el lamento de mamá decir: “¡Carajo, se rompió una, sácala del caldero, juuuye!”.  Entre tragos de Cinzano, fritura y explosiones de empanadas transcurría la tarde hasta recién entrada la noche. Por otro lado, mis hermanos y yo llevábamos su respectivo plato de empanadillas a tíos y algunos relacionados. De la misma manera, recibíamos de sus manos algún “cariñito” que ellos enviaban a mis padres, lo cual se convertía en un trueque de afectos y parabienes en forma de comida.

Siempre mis hermanos y yo merodeábamos cerca de la cocina y le “marchábamos” enseguida a las que recién salían del caldero. Cuando yo lo hacía, si no me quemaba la boca por estar de “agallú”, disfrutaba una de las experiencias gastronómicas más trascendentales en mi vida. El humito de la empanada recién frita se metía por la nariz acompañada del olor particular de la cativía, era un olor ligeramente agrio debido al proceso de secado de la yuca. El sonido crocante de la primera mordida destapaba cientos de años de tradición higueyana transformados en sabor, aderezados con la costumbre familiar de los Santana Rodríguez que mi madre heredó de doña Anita, mi abuela. Estaban secas, siempre secas, nunca enchumbadas de aceite, como debe freirse una empanadilla. Con cada mordida se mezclaban los sabores a carne de cerdo, cativía y pasas que se complementaban armoniosamente para producir un placer que terminaba sólo cuando ya me sentía “timbí”.

Amigo lector, por favor, tenga decoro y límpiese la babita que le está saliendo por la comisura de los labios, ya estamos terminando.

Las experiencias con las empanadillas de yuca solían ser diversas dependiendo del momento en que eran comidas. Ya fueran recalentadas en la cena del 24 de diciembre, recalentadas en la mañana y acompañadas de un vaso de leche, o temprano de la noche acompañadas de una taza de té de jengibre bien caliente, siempre fueron un manjar. El trueque familiar me permitía comerlas de diferentes procedencias y no podía evitar compararlas. ¡Claro! Para mí, las de mi mamá siempre ganaban. Me pasaba la navidad envuelto entre múltiples sabores y texturas de empanadillas, llegando al punto de darme casi un choque de sazones.

Las vacaciones se iban desinflando y yo iba bajando mi nivel de exaltación en la misma medida en que se acercaba el toque de timbre del colegio. Terminaba esa época del año con la esperanza de que el próximo pudiera volver a comerlas de nuevo. Caminaba todos los días frente a la fritura de Doña María y, aunque su fritura era muy concurrida, no se equiparaba a la experiencia de una empanadilla de cativía en familia.


La cena de nochebuena, en vez de ser un momento en el tiempo, la veo como un recorrido que suele involucrar la familia extendida, desde el momento mismo en que comienza la planificación. En nuestro caso era un trabajo que se hacía en equipo sin tener conciencia de ello, desde el aporte económico de mi padre, el trabajo duro de mi madre y sus asistentes, hasta la modesta colaboración de sus hijos. Agradezco a mis padres por llevarnos cada año por ese sendero, en especial a mi madre, que se fajaba muy duro para que este batallón de gente que llamamos familia pudiera disfrutar de estos momentos. Fueron vivencias que recordaremos y disfrutaremos mientras ocupemos un espacio en esta tierra.


También importante en los límites de mi familia era la participación activa de Ivette y otras mujeres, quienes fielmente estuvieron a la orden de mi madre para ayudar incondicionalmente en cualquiera de las tareas de la cocina y el hogar en general.

Pongo en perspectiva la fortaleza de esta mujer que llamaban Edelmira, en el barrio Nazaret. Hoy valoro esta señora, al igual que muchas otras, como una micro empresaria de muchas luces: productora, comerciante, capataz, líder, madre y muchos roles más. Mujer de una fortaleza admirable que tenía que empantalonarse para dirigir una legión de hombres y mujeres que le ayudaban a cumplir compromisos durante todo un año, especialmente en diciembre.

Igualmente reconozco el inmenso valor de Julia Donastorg (María Guayando), con su puesto de fritura en la esquina que llamábamos “la esquina de Pipo Roca”. Tanto así que sirvió de inspiración a Los Hermanos Rosario para componer la canción María y de ejemplo de trabajo a muchos. Su vida se desarrolló en forma de un ciclo de trabajo contínuo que le permitió sacar hacia adelante su familia: guayar y guisar para freir, vender, cobrar y volver a repetir el ciclo diariamente.

Estas mujeres, desde sus diferentes roles en la sociedad, han contribuido a mantener la tradición de las empanadillas de cativía. ¡Mi respeto y admiración para ellas!

Por Jesús W. Del Carpio Santana (Chucho)

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