Transcurrían aquellos años en que el merengue era dorado, cuando la villa Salvaleón de Higüey era un remanso de paz y sólo unos cuantos rompían las reglas. No había Internet, tabletas, celulares ni telecable, pero vivíamos felices y en paz, y no nos dábamos cuenta. A decir verdad, tampoco había luz ni agua y seguíamos siendo felices. Había delincuencia, pero no nos sentíamos amenazados; me cuidaba más del conocido que me pudiera brindar drogas, que de cualquier ladrón de chancletas y tenis.
En esa época, a mis once, ya tomaba tragos y comenzaba a dar pasos de baile. Eran tiempos en que tomar alcohol a esa edad era un acto de hombría en vez de un delito. El Palacio Night Club era el salón, el verdadero salón, el único salón de baile respetable del pueblo. Algunas mujeres valientes eran mis maestras. Mártires se llamaba la vecina que aguantó mis primeros pisotones, mujer de parrandas, cola de motora, experimentada en amores pervertidos y que no barajaba viaje al río siempre que hubiera hombre y pote de por medio. Tengo Miedo era el merengue, el saxo del maestro Andrés de Jesús era el grito de guerra que me ponía de pie, y la voz melodiosa de Alex Bueno emanaba para acompañarme a buscar una víctima de mi mal bailar.
La práctica forjó al aprendiz y de repente me vi en las fiestas de quince años haciendo de chambelán. En el 1985 se asomó la invitación a unos "quinceaños" en la capital, hotel Sheraton. ¿Cómo diría que no si ese se perfilaba como el “quinceaños” de la década en mi pueblo?
Busqué la forma de conseguir la aprobación de mis padres. Y me vi dando viajes en una SICHOPROLA los fines de semana del verano para ensayar en los salones del hotel. La emoción de bandeármelas solo en la capital, a mi edad, con ínfulas de hombre, era únicamente comparable a la de un niño el día antes de Los Reyes Magos.
Un sábado de ensayos, la canción Wild Boys de Duran Duran que escuchaba al vestirme, presagió que ese día sería fuera de liga. Salí perfumado desde la pensión de Nolasca a conquistar la pista de baile. Doña Nolasca acogía en ese entonces a un hermano mayor como inquilino y a mí como visitante. Esa mujer, conocida también como La Llave de Paso y La Voz de la Experiencia, sanjuanera, tocadora de palos, aficionada al Barceló de ñonguita y los túbanos, desempeñó su rol de madre transitoria al despedirme ese día con su expresión distintiva: Dios me le guarde su entrada y su salida. Me atrevería a asegurar que me "tiró" atrás todos los santos de su devoción para que me cuidaran.
Y ahí iba yo, pasando una película en mi mente donde me veía en versión de chico independiente, actitud de James Dean, brazos arqueados al estilo de John Wayne a punto de desenfundar, y porte de villano a lo "Beat It" de Michael Jackson. En mi cabeza resonaban todavía los tambores del intro de Wild Boys.
Quien llegó al salón del hotel fue realmente el pariguayito que iba a ensayar, con todo y la hojarasca que arrastraba desde Higüey. Después de practicar los consabidos Danubio Azul y Compadre Pedro Juan, que ya me los sabía de memoria, un amigo, en un brevísimo instante de lucidez, iluminación y sabiduría dijo las palabras mágicas de aquel día: "vamo a dano' un pote". De una lámpara mágica salieron tres genios que corroboraron, y en un santiamén se encontraba este quinteto de higueyanos en el parqueo de Omar Kayam. Y el ocaso del día nos encontró acompañados de Amaretto, bebida que conocí justo en ese momento. Y se hizo noche cuando nos arrollaron varias botellas de Night Train, a pesar de que el silbato y el traqueteo del tren nos advirtieron a tiempo que el golpe de la locomotora sería contundente.
Ya ajumados, un gran iniciado en los misterios del bajo mundo pronunció aquellas palabras que nos llevarían a otro nivel: "vamo pa' donde Herminia...". En mis adentros suponía que no se trataba de una amiga que nos haría un sancocho, y que tampoco iríamos a rezar el Santo Rosario, me lo confirmó la expresión que seguía: "...a ver mujeres encueras". Mi historial de niño bueno no daba crédito a lo que estaba escuchando, pero movido por el ímpetu de la aventura me convertí en niño explorador y me metí de primero en el carrito rojo de fabricación europea.
Apretados como sardinas enlatadas, estos canillas-largas enfilaron Gómez subiendo en dirección a la Nicolás de Ovando. Vasos en mano y pote bajo el brazo, entre conversaciones de borrachos, sin darme cuenta, llegamos al burdel. Afuera, frituras de medianoche saciaban borrachos, prostitutas, prostituidos, chulos, perros realengos y amantes. Adentro chorreaba el destilado, "arañando" mi garganta como gato que trepaba las paredes de mis entrañas. Tetas iban y nalgas venían sobre cuerpos de diversas formas, dimensiones y apariencias.
En esa época, a mis once, ya tomaba tragos y comenzaba a dar pasos de baile. Eran tiempos en que tomar alcohol a esa edad era un acto de hombría en vez de un delito. El Palacio Night Club era el salón, el verdadero salón, el único salón de baile respetable del pueblo. Algunas mujeres valientes eran mis maestras. Mártires se llamaba la vecina que aguantó mis primeros pisotones, mujer de parrandas, cola de motora, experimentada en amores pervertidos y que no barajaba viaje al río siempre que hubiera hombre y pote de por medio. Tengo Miedo era el merengue, el saxo del maestro Andrés de Jesús era el grito de guerra que me ponía de pie, y la voz melodiosa de Alex Bueno emanaba para acompañarme a buscar una víctima de mi mal bailar.
La práctica forjó al aprendiz y de repente me vi en las fiestas de quince años haciendo de chambelán. En el 1985 se asomó la invitación a unos "quinceaños" en la capital, hotel Sheraton. ¿Cómo diría que no si ese se perfilaba como el “quinceaños” de la década en mi pueblo?
Busqué la forma de conseguir la aprobación de mis padres. Y me vi dando viajes en una SICHOPROLA los fines de semana del verano para ensayar en los salones del hotel. La emoción de bandeármelas solo en la capital, a mi edad, con ínfulas de hombre, era únicamente comparable a la de un niño el día antes de Los Reyes Magos.
Un sábado de ensayos, la canción Wild Boys de Duran Duran que escuchaba al vestirme, presagió que ese día sería fuera de liga. Salí perfumado desde la pensión de Nolasca a conquistar la pista de baile. Doña Nolasca acogía en ese entonces a un hermano mayor como inquilino y a mí como visitante. Esa mujer, conocida también como La Llave de Paso y La Voz de la Experiencia, sanjuanera, tocadora de palos, aficionada al Barceló de ñonguita y los túbanos, desempeñó su rol de madre transitoria al despedirme ese día con su expresión distintiva: Dios me le guarde su entrada y su salida. Me atrevería a asegurar que me "tiró" atrás todos los santos de su devoción para que me cuidaran.
Y ahí iba yo, pasando una película en mi mente donde me veía en versión de chico independiente, actitud de James Dean, brazos arqueados al estilo de John Wayne a punto de desenfundar, y porte de villano a lo "Beat It" de Michael Jackson. En mi cabeza resonaban todavía los tambores del intro de Wild Boys.
Quien llegó al salón del hotel fue realmente el pariguayito que iba a ensayar, con todo y la hojarasca que arrastraba desde Higüey. Después de practicar los consabidos Danubio Azul y Compadre Pedro Juan, que ya me los sabía de memoria, un amigo, en un brevísimo instante de lucidez, iluminación y sabiduría dijo las palabras mágicas de aquel día: "vamo a dano' un pote". De una lámpara mágica salieron tres genios que corroboraron, y en un santiamén se encontraba este quinteto de higueyanos en el parqueo de Omar Kayam. Y el ocaso del día nos encontró acompañados de Amaretto, bebida que conocí justo en ese momento. Y se hizo noche cuando nos arrollaron varias botellas de Night Train, a pesar de que el silbato y el traqueteo del tren nos advirtieron a tiempo que el golpe de la locomotora sería contundente.
Ya ajumados, un gran iniciado en los misterios del bajo mundo pronunció aquellas palabras que nos llevarían a otro nivel: "vamo pa' donde Herminia...". En mis adentros suponía que no se trataba de una amiga que nos haría un sancocho, y que tampoco iríamos a rezar el Santo Rosario, me lo confirmó la expresión que seguía: "...a ver mujeres encueras". Mi historial de niño bueno no daba crédito a lo que estaba escuchando, pero movido por el ímpetu de la aventura me convertí en niño explorador y me metí de primero en el carrito rojo de fabricación europea.
Apretados como sardinas enlatadas, estos canillas-largas enfilaron Gómez subiendo en dirección a la Nicolás de Ovando. Vasos en mano y pote bajo el brazo, entre conversaciones de borrachos, sin darme cuenta, llegamos al burdel. Afuera, frituras de medianoche saciaban borrachos, prostitutas, prostituidos, chulos, perros realengos y amantes. Adentro chorreaba el destilado, "arañando" mi garganta como gato que trepaba las paredes de mis entrañas. Tetas iban y nalgas venían sobre cuerpos de diversas formas, dimensiones y apariencias.
Presencié el espectáculo de la noche, que ofrecía actuaciones y mímicas de canciones que hablan de amores, desamores, despechos y puñaladas traperas directas a corazones amargados. Al presentar cada participante, podía escucharse al DJ decir en voz de megáfono algo como: “La Mariluz a la pista, recíbanla con un fuerte aplauso. Repito, La Mariluz a la pista”. Así desfilaron representaciones de Amanda Miguel, Marisela, el Juanga y muchos más de los que en ese mundo denominan “amarga chopas”.
Tenía sentimientos encontrados al saber que pagaba por un espectáculo picante y amargo, cimentado sobre la explotación de las miserias de hombres y mujeres desgraciados, a manos de mercaderes de sexo y morbo. Estaba allí experimentando lo que nunca había vivido, temeroso de que una de ellas quisiera transgredir los límites de mi pudor. En pocas palabras, yo 'taba apretao', pero resistí para defender estoicamente mi honor de hombrecito con bigote incipiente.
De repente, todo se volvió monótono y nos movimos a otro antro, esta vez hacia la zona de amortiguamiento entre Gazcue y la bohemía de la zona colonial, en el malecón. Fuimos específicamente a Mariché, así sonaba el nombre. No se sentía la energía del anterior, así que nuestro paso se resumió a una cerveza. Otra vez en el carrito rojo del juidero arrancamos para Star Dust, cerca de donde mataron a El Chivo. Era otro ambiente, con otro nivel, parqueo, más amplio, pero con el mismo propósito. Este tampoco era comparable a Herminia en intensidad. Un servicio de refrescos y un pote fueron suficientes para nuestra estadía. Al terminarlo se me acercó el comandante de la tropa para decirme al oído que "vamos a echar un cubo". Mis pensamientos quedaron en algún lugar comprendido entre el limbo y Belén con los pastores, pues no sabía lo que era "echar un cubo"; sin embargo, él me dio por enterado. Comencé a notar la ausencia programada de cada uno de ellos, a ritmo constante, mientras me quedaba como un mojón preguntándome por qué se iban uno a uno sin decir palabra. Fue necesario que el último se devolviera a tocarme al hombro para decirme: cáeme atrás. Mi mente seguía en el mismo lugar aquel que le dije, en babia, y le pregunté qué pasaba, a lo que respondió: nos iremos sin pagar, camina rápido.
No estaba de acuerdo, pero no era momento de hacer preguntas ni de ofrecer resistencia. Nos montamos en bola de humo en el carrito rojo del juidero, dando reversa y un guallón sobre la gravilla. Pusimos frente hacia el kilómetro doce de la autopista Sánchez, a to’ lo que daba el pobre carrito, casi fundiéndose. Los camareros corrieron tras nosotros infructuosamente, pero sus buenos deseos para con nosotros nos llegaban por el aire como si fuéramos cabrones o hijos de puta. Vimos por el vidrio trasero a tres de ellos tomar poses de Juan Marichal y varios peñones acercarse a saltos agigantados, piedras por los aires, arriba, detrás y a los lados, provocando que dijéramos varios "¡Coño, acelera, que nos van a adar!". El pobre carrito rojo del juidero lidiaba forzosamente con el peso de esos cinco cuerpos. El chofer zigzagueaba, tanto por destreza como por la jumeta que llevaba. La última piedra chocó el baúl y todos lanzamos vítores al librarnos de la preocupación de que una nos partiera en veinte.
Ya que estábamos en dirección al kilómetro doce, aprovechamos para detenernos a refrescar la vista en Le Petit Chateau con un espectáculo de nudismo bien producido. Agotados, con los bolsillos rotos y ajumados no era posible estar allí por mucho tiempo. Enfilamos hacia la Zona Universitaria, donde estaba la pensión.
Era la hora en que el alba y la mañana se disputaban su parte del día. Me encontré en el pasillo de la casa con esta mujer usando pañuelo en la cabeza, un túbano que atufaba cual lámpara humeadora, bata blanca, descalza y mirada intimidante, era Doña Nolasca, que hacía la última ronda nocturna de supervisión a su pensión. Cabizbajo, di los buenos días con sentimientos de culpa y caminé lo más rápido que pude para evitar un boche con su respectivo coñazo, como solía hacerlo. Seguí el camino a mi habitación envuelto en la fumarada espesa del tabaco, para abrazarme a la cama hasta las mil de la tarde y terminar así una noche de desenfreno juvenil.
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Tengo miedo, de Andrés de Jesús, canta Alex Bueno: https://youtu.be/A7p3vaOvB34.
Tenía sentimientos encontrados al saber que pagaba por un espectáculo picante y amargo, cimentado sobre la explotación de las miserias de hombres y mujeres desgraciados, a manos de mercaderes de sexo y morbo. Estaba allí experimentando lo que nunca había vivido, temeroso de que una de ellas quisiera transgredir los límites de mi pudor. En pocas palabras, yo 'taba apretao', pero resistí para defender estoicamente mi honor de hombrecito con bigote incipiente.
De repente, todo se volvió monótono y nos movimos a otro antro, esta vez hacia la zona de amortiguamiento entre Gazcue y la bohemía de la zona colonial, en el malecón. Fuimos específicamente a Mariché, así sonaba el nombre. No se sentía la energía del anterior, así que nuestro paso se resumió a una cerveza. Otra vez en el carrito rojo del juidero arrancamos para Star Dust, cerca de donde mataron a El Chivo. Era otro ambiente, con otro nivel, parqueo, más amplio, pero con el mismo propósito. Este tampoco era comparable a Herminia en intensidad. Un servicio de refrescos y un pote fueron suficientes para nuestra estadía. Al terminarlo se me acercó el comandante de la tropa para decirme al oído que "vamos a echar un cubo". Mis pensamientos quedaron en algún lugar comprendido entre el limbo y Belén con los pastores, pues no sabía lo que era "echar un cubo"; sin embargo, él me dio por enterado. Comencé a notar la ausencia programada de cada uno de ellos, a ritmo constante, mientras me quedaba como un mojón preguntándome por qué se iban uno a uno sin decir palabra. Fue necesario que el último se devolviera a tocarme al hombro para decirme: cáeme atrás. Mi mente seguía en el mismo lugar aquel que le dije, en babia, y le pregunté qué pasaba, a lo que respondió: nos iremos sin pagar, camina rápido.
No estaba de acuerdo, pero no era momento de hacer preguntas ni de ofrecer resistencia. Nos montamos en bola de humo en el carrito rojo del juidero, dando reversa y un guallón sobre la gravilla. Pusimos frente hacia el kilómetro doce de la autopista Sánchez, a to’ lo que daba el pobre carrito, casi fundiéndose. Los camareros corrieron tras nosotros infructuosamente, pero sus buenos deseos para con nosotros nos llegaban por el aire como si fuéramos cabrones o hijos de puta. Vimos por el vidrio trasero a tres de ellos tomar poses de Juan Marichal y varios peñones acercarse a saltos agigantados, piedras por los aires, arriba, detrás y a los lados, provocando que dijéramos varios "¡Coño, acelera, que nos van a adar!". El pobre carrito rojo del juidero lidiaba forzosamente con el peso de esos cinco cuerpos. El chofer zigzagueaba, tanto por destreza como por la jumeta que llevaba. La última piedra chocó el baúl y todos lanzamos vítores al librarnos de la preocupación de que una nos partiera en veinte.
Ya que estábamos en dirección al kilómetro doce, aprovechamos para detenernos a refrescar la vista en Le Petit Chateau con un espectáculo de nudismo bien producido. Agotados, con los bolsillos rotos y ajumados no era posible estar allí por mucho tiempo. Enfilamos hacia la Zona Universitaria, donde estaba la pensión.
Era la hora en que el alba y la mañana se disputaban su parte del día. Me encontré en el pasillo de la casa con esta mujer usando pañuelo en la cabeza, un túbano que atufaba cual lámpara humeadora, bata blanca, descalza y mirada intimidante, era Doña Nolasca, que hacía la última ronda nocturna de supervisión a su pensión. Cabizbajo, di los buenos días con sentimientos de culpa y caminé lo más rápido que pude para evitar un boche con su respectivo coñazo, como solía hacerlo. Seguí el camino a mi habitación envuelto en la fumarada espesa del tabaco, para abrazarme a la cama hasta las mil de la tarde y terminar así una noche de desenfreno juvenil.
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Tengo miedo, de Andrés de Jesús, canta Alex Bueno: https://youtu.be/A7p3vaOvB34.
Danubio azul: https://youtu.be/SFY7NleIYZQ
Compadre Pedro Juan: https://youtu.be/znq2XkuSiic
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