Por: Jesús Waldeltrudis Del Carpio Santana.
Estaba sobreentendido que ese día se comería majarete en mi casa, no era menester que me lo dijeran, se “olía” en el ambiente. Si no, ¿por qué estaba sobre la mesa el caldero grande si sólo lo usaban cuando se hacía habichuelas con dulce, majarete o pan de batata? ¿Y qué hacía medio saco de maíz tierno en el cuartico donde se guardaban los víveres? ¿Y el anafe? A ese lo arrastraban por la oreja hacia el callejón sólo cuando se iba a cocinar platos especiales o cuando se hervía la ropa. La vainilla, la canela, el azúcar…, estaban todas sobre la mesa. ¡Jum! Ya esto como que está oliendo a bueno.
Me puse medio chivirico, buena onda, haciéndole a mi mamá preguntas pendejas que hasta un niño de 5 años se sabía, buscándole la vuelta para asegurar no sólo mi tacita, sino también el caldero. Obviamente, no para fregarlo, sino para comerme el concón. Por cierto, hablando de tacita, siempre consideré injusto que en mi casa se hiciera un calderazo de majarete y que a mis hermanos y a mí nos tocara una fuentecita, de esas que hoy le dicen dizque “bowl”. Entre repartidera y repartidera, se esfumaba y me quedaba la sensación de que sólo me untaba la boca. Aunque en ocasiones se quedaban algunas tacitas anónimas en la nevera, que al final terminaban cayendo en mi buche, la ración oficial era la que me daban el día que se hacía.
Mientras mi mamá se consumía dándole pa’quí y pa’lla a cada mazorca sobre el guayo, y mientras exprimía ese caldero de maíz guayado en un paño más blanco que toca de monja, yo seguía metiéndole caltri a la doña para que me diera el caldero. Pero hasta ahí llegó mi participación en el proceso, eso de estar cogiendo calor al lado de un anafe no era lo mío. Arranqué en FA en mi bicicleta, a doblar calles y enderezar las esquinas del pueblo mientras se apagaban las brazas.
De vuelta a la casa arranqué directo y en vivo para la cocina a buscar lo mío, y desde el pasillo, el vecindario escuchó mi voz y su eco: “¡Mamá, mi majarete, ete, ete, ete!”. Demasiado rápido iba este muchachito cuando se estrelló con el rostro adusto de su madre. Noté cómo ella se esforzaba en ser lenta para la ira y grande en misericordia. Sus emociones transitaban velozmente en un circuito de montañas de enojo, valles de resignación y baches de impotencia cuando le pregunté:
- ¿Qué pasa, mamá?
- Se cortó el majarete. Respondió ella entre dientes y en voz baja.
¡Oh Dios, qué tragedia! No era posible que después de tanto plagoseo, no habría ni tacita ni caldero. ¡Tan buen trabajo de allante que hice, para nada! Pero al volver en mí y entrar en la razón de mis escasos 10 años, pregunté:
- ¿Y por qué se cortó?
A lo que ella respondió: - Cogí un pique con la mujer del servicio y se me cortó el majarete.
- Pero, ¿cómo así mamá?
- ¡Nada, mi hijo! Que cuando uno va a hacer majarete, tiene que estar tranquilo y no puede hacer mala sangre, porque se corta.
Eso no me sonaba a nada que pudiera estar escrito en un libro de Ciencias Naturales de 6to grado, ni de 4to bachillerato, ni de la universidad siquiera, pero yo no tenía argumentos para refutarlo, mucho menos tenía la suficiente habilidad para esquivar un garrotazo de mi madre si me ponía a decirle que eso no funcionaba así. Preferí irme a un colmado a refugiar mi desolación en una galleta Guarina y ahogar mis lamentos en un refresco merengue Country Club. Ese axioma de que “un pique corta un majarete” pasó a ser una simple cábala cuando llegaron los años en que las verdades de mis padres ya no eran absolutas, sino obsoletas, cosas que se inventan los viejos y se lo dicen a los muchachos porque muchachos, muchachos son. Eso de pique y majarete cortado quedó en el anaquel de los recuerdos inútiles, sección de cábalas, que reflexionando sobre ellas a veces me pregunto: “¿Y si esa vaina es verdad?”.
Mi mamá escuchó sobre la relación entre un pique y un majarete múltiples veces en El Bonao, el campo de Higüey donde ella nació, probablemente de boca de su madre, su tía Serbia y compañeras de algún convite. Mamá sólo pudo explicarlo con las palabras que le habían transmitido generacionalmente, porque no tenía otros medios para hacerlo. Hoy abrazo su verdad y me atrevo a darle un trato más justo, ver la cábala como una hipótesis que se podría demostrar con simple intuición y ser aceptada como válida. Y yo pregunto: ¿qué tal si la leche hervida derramada, la habichuela ahumada, el majarete cortado, accidentes de tránsito y proyectos personales fracasados tienen algo en común? Mi opinión es que sí.
En otro caso similar, siendo adulto me hice una herida tratando de partir un aguacate. Dígame usted cuál dominicano se corta dizque partiendo un aguacate. ¡Inconcebible, ni que se quisiera hacer el sueco! Fue necesario visitar la sala de emergencia, y después de la sutura reflexioné sobre cómo fue que provoqué daño a mi cuerpo, gastos innecesarios, sinsabores y pérdida de tiempo, pero sobre todo, cómo ocurrió la torpeza de fallar cortando un aguacate. Recordé que mientras cortaba, mis sentidos no estaban ahí, sino lejos, preocupado por una situación personal. Sentía el deseo de alimentar mis pensamientos, de crear una fantasía, una película con título y banda sonora donde yo mismo era protagonista, guionista, director y productor. La conclusión de mi introspección fue que mientras cortaba la fruta, por estar pensando en todo, menos en el aquí y ahora, el cuchillo alcanzó mi mano derecha y me corté, todo fue producto de una distracción. Ese fue el momento en que el caso del majarete bajó del anaquel de los recuerdos inútiles. Sentí un corto, pero profundo y satisfactorio momento de serendipia al entender lo que le pasó a mi madre y me dije: “¡Coño! El majarete se cortó por el pique”, que en realidad no era nada nuevo, sino lo mismo que me dijo mi mamá 30 años antes. Lo que quise decir fue que su enojo provocó distracción, y esta el majarete cortado. De ahí que “pique corta majarete”.
Es verdad que el diablo sabe más por viejo que por diablo, y que al campesino le rebosa la sabiduría, aún sin grado ni maestría. Yo, por mi parte, el día que decida hacer un majarete, me aplacaré antes de prender el anafe porque hay que elegir, o pique o majarete.