jueves, 28 de abril de 2022

Siete Pesos para Salvar el Mundo


No era tan malo cargar agua,  a no ser porque sentía que los brazos se me alargarían hasta que las manos llegaran a los tobillos, pudiera decir que mientras cargué agua en el barrio pude disfrutar de muchas cosas que distan mucho de malos recuerdos; aprendí a reconocer a los policías secretos que andaban en los barrios, casi todos con un sombrero al estilo de Cheché Abreu, camisetas por dentro, la pistola por fuera y todos perfumados con alguna esencia parecida; aprendí donde habían algunas de esas matas frutales que casi siempre tienen frutos, como las cerezas, guayabas, Gina etc. Aprendí donde habían más farmacias;   así, cuando me enviaran a comprar alguna medicina para cualquiera de mis tres hermanos irme a la más lejos y tener un paseo con la excusa de que en la más cerca “no había”; aprendí donde hacían los mejores Yaniqueques y donde alquilaban las bicicletas, más un sinnúmero de detalles que son imprescindibles para combatir la aburrida vida de un barrio de la parte alta de la ciudad de Santo Domingo.

  “-El agua no se vende”, decía Doña Adela, pero Juan no pensaba así. “Cinco Cheles por cuatro potes o una  lata”, decía el viejo panzón que nunca usaba camisa. A veces la mamá del doctor se condolía y se acordaba de los “pobres” dejándonos llenar los potes en la incómoda tina de su casa, pero nunca me paraba a llenar los potes allí, prefería ir más abajo frente a la casa de Tony, donde vivía Dorca, la hija del pastor de la iglesia evangélica, una niña linda de pelo negro y sonrisa amistosa que nunca la dejaban hablar con nosotros aunque sé que en su momento se atrevía a cambiar el cielo por no ser la hija del pastor y poder tener más amigos que los aburridos que tenía en la iglesia que quedaba al lado de la casa de Guillermo. Si, ahora recuerdo a Guillermo, un tipo aburrido tal vez de la misma bulla de la iglesia que un día adquirió su fama de loco por entrarle a patadas a un Mercedes Benz blanco que se paró en frente de su casa a realizar una transacción “rara”, nadie lo defendió, pero ninguno de los que andaban en el Mercedes se atrevieron a ponerle la mano.

 Recuerdo que un día subía con mis potes de agua por la subida de la calle 32 y me detuve a tomar un descanso para dar tiempo a que se acabe el agua y la búsqueda se termine, cuando me detuve frente al colmado de papito (en todos los barrios hay un papito) vi a este hombre que sostenía por las orejas, en cada mano uno, a dos hermosos conejos grises, mi pausa se vio acortada cuando sin ningún tipo de cuidado bruscamente metió un conejo en una caja y le dio un golpe mortal al que quedó en su otra mano, mi pena sólo fue mayor que mi ira, que descarado, matar así nada más un animal en plena calle y burlarse del animal cuando el golpe le hacía cagarse por última vez, creo que esa fue la peor de las paradas que hice, cuando el Yaniquequero le preguntó que si se comería los dos conejos el hombre dijo:

 –No, este lo vendo vivo en siete pesos. Mirando hacia el conejo que estaba en la caja.

 Sin decir más nada me decidí a comprar el conejo, los ahorros que tenía me darían para ello, sólo me faltarían sesenta y cinco centavos, pero mi madre me los iba a dar, estaba seguro de eso, apuré el paso sin hacer más paradas y llegué a la casa, vacié los galones de agua en el tanque lo más rápido que pude y busque la alcancía, apurado le dije a mi madre que necesitaba sesenta y cinco centavos, ella sin hablar mucho me miró y dijo no; sentía que yo tenía en mis manos el indulto a la sentencia de muerte del indefenso animal que quedaba en manos del hombre de la camisa gris, no quería argumentar y perder tiempo así que me decidí a regatear la vida del conejo y me fui lo más rápido posible al colmado, la bajada que antes fue para mí una cuesta con los galones llenos de agua, me hacía caminar aún más rápido, la respiración la escuchaba en mis oídos y mis latidos acelerados los sentía en la garganta como si fueran el único sonido que existía, caminaba lo más rápido que podía para llegar hasta el colmado, cuando ya mi vista divisaba al hombre de la camisa gris, mis pasos redujeron la velocidad, el segundo conejo había sido ejecutado y mi dinero no servía para salvar el mundo; en silencio di media vuelta y subí nuevamente la calle, esta vez con un peso mayor que el de los galones llenos de agua y en mis manos, dinero inservible.

1 comentario:

  1. Excelente!!!! Me gusto mucho; que pena que la generación siguiente a la nuestra no haya podido vivir momentos como los que vivimos nosotros…. Cada época tiene quizás su sazón.

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