viernes, 29 de diciembre de 2017

El envejecimiento de Rafael Sánchez




Por Leonardo Striddels
Dic. 2017
Conozco a Rafael Sánchez desde el año 2005, desde julio, para ser exactos, y posteriormente a su padre con quien he entablado amistad y a quien llamaremos Sánchez para el beneficio de este relato, hablar con uno y otro confunde mis sentidos al punto que me parece que las últimas ocasiones que me ha tocado verlos me he hecho testigo del singular envejecimiento de Rafa y del especial rejuvenecimiento de Sanchez, en tan poco tiempo, tan sólo en doce años. El envejecimiento es cosa natural de la vida y realmente no sorprende a nadie que Rafa se ponga viejo, pero el tema más ha sido no tanto que se haya puesto todo viejo en doce años, es más que la vejez de Rafa ha hecho que se destaquen sus cualidades más esenciales resaltadas en la juvenil vitalidad de su padre. Así las cosas, las convicciones de Rafa se han vuelto elementales y destacan por su propio carácter. Cuando conocí a Rafa en el 2005 me destacó su manera sencilla y directa de abordar gente y computadoras, sus valores allí, en forma de la foto familiar de sus pequeños Wenibel y Kael; y los atributos de la modernidad en forma del celular y otros pocos gadgets que ya no recuerdo. ¿Pero como ha envejecido?, de una forma que igual parece ha rejuvenecido otra persona, tan diferente y tan parecida que aveces en el disfrute de una conversación mis sentidos me sorprenden identificando si es el uno u el otro, y así hoy en día el celular sigue presente, pero distante, pues ahora la escena la domina una omnipresente máquina de coser, desde donde Sanchez destila una sabiduría concentrada en hilo, agujas, un dedal de bronce y la paciente destreza de quien ha manipulado muchas telas, tanto antier como ayer como hoy mismo. 
 

Sigue enorgullecido de sus hijos, del joven envejeciente Rafael, que es ingeniero y padre de sus dos nietos, y del que por lo general hablamos.  En tan solo doce años la vejez que le ha venido encima a Rafa hace que predomine un caracter honesto, vital, perennemente interesado en la actualidad social y permeado por valores y otros intangibles éticos que buscan la justicia y el bien desde el asiento de madera tras la costurera mecánica.
  

Y es ahí donde me confunden mis sentidos, al ver a ese Rafa de espaldas, entre el uno y el otro, es casi como esos benditos doce años no hubiesen pasado y lo viese concentrado en su escritorio, la vista fija en el laptop con postura algo tensa mientras le bregaba al Windows Server buscando desentrañar sus secretos.
  
Y en tan solo doce años Rafa ha acumulado décadas de sabiduría,  no hay tema de costura, de ropa, de moda que no sepa, sus comentarios sobre esos aspectos triviales de la ropa y las costuras iluminan cada vez más el por qué las prendas de vestir tienen esto y aquello, que antes parecían adornos y ahora resultan ser gadgets de la costura, elementos que una vez demistificados se entiende que están presentes en la ropa porque llevan un cometido interesante en mayor o menor medida.

Yo creo que a Rafa le tomó más de doce años en llegar a ser un excelente conversador, una de las características que más aprecio de él, las primeras exposiciones comenzaron con la experiencia laboral, que en algún momento tocaron una estadía feliz en el Perú, feliz porque tanto disfrute culinario recordado en el paso del tiempo han dejado un deseo -hasta hoy insatisfecho- de hacer turismo culinario por esa tierra en el sur; y si bien ahora nuestras conversaciones ya no tocan temas de comida, sigue entreteniendome con planteamientos que evidencian una vida llena de pasiones, deberes llevados a cabalidad y una lucidez que acrecienta por días, la misma que doce años atrás lo llevó al proyecto e-Nation y que hoy disparan el interés por la actualidad política del mundo: Venezuela, Trump, Catalunya, todos los temas se tocan.  No puedo negar que a veces cedo a mi vicio de orgullo y trato de monopolizar la conversación, Rafa de manera cortés, cordial, me escucha con detenimiento, ilustra mis saberes, y corrige mi ignorancia de forma indirecta, utilizando el relato vivencial y expresando las cosas como realmente fueron y no como las escribieron.  Es posible que desde que Rafa escribió e-Nation al día de hoy su estilo mutó del relato fantástico al mesurado análisis político.

Sánchez, como todo el mundo, ha conocido los sinsabores, No de sus hijos, al principio él pensaba que el pequeño Rafa le iba a salir radiotécnico, pero es uno más de sus motivos de orgullo, es que amén de ser compañero fiel de su esposa en la alegría y la dificultad, también se ha visto amenazado en su integridad física cuando en una intentona criminal unos antisociales que vieron en su cabeza coronada de canas a una víctima fácil perpetraron un ataque persveso en el cual gracias a Dios no sucumbió y su salud sigue buena, para regocijo de su familia y amigos, igual que la de Rafa cuando once años atrás una torpe y negligente guagua Hiundai alevosamente casi le quita la vida.
Y es así que cada sábado, cuando llevo la ropa al negocio de su hijo, busco nutrirme de una amistad que en doce años se me ha brindado con calidez, estima, respeto, entusiasmo y dedicación.

Quisiera envejecer así, aunque doce años sean muy poco tiempo para volverse anciano, como Rafa y joven igual que Sanchez.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Empanadillas de cativía en familia



Señores, me dio lo que anda. Alguna de esas esporas de nostalgia que trae la brisa navideña se habrá metido en mí y ha sacado de control mis emociones. Me siento expuesto y con una herida abierta, me declaro en inestabilidad emocional navideña. Los efectos secundarios provocaron que mis pensamientos divagaran por caminos que anduve en mi infancia. Cuando salí de mi trance me encontré a mí mismo salivando por unas, imagínese usted, empanadillas de cativía de las que hacía mi madre. Aquellas que, siendo niño, anhelaba comer desde el preciso momento en que llegaba diciembre.

Les cuento. Las vacaciones escolares decembrinas solían ponerme en hiperactividad absoluta. Mi felicidad se alimentaba con bicicletas, montadas a caballo, correteos por la casa, con el friito matutino, pero sobre todo se alimentaba con la emoción de haber terminado los exámenes y no volver al colegio aunque fuera por tres semanas. ¡Ahhh, cuánta felicidad sentía al dar la espalda a esa rutina! El último timbrazo cerraba el medio año escolar y daba inicio al disfrute de las navidades y los regalos de los reyes magos. Al salir del colegio y pasar frente a la fritura de Doña María de camino a mi casa, me recordaba que pronto llegarían dos festines de la mejor comida del año, uno el 24 y otro el 31 de diciembre.

Aquella burbuja de felicidad se completaba con la presencia de amigos y familiares que llegaban de tierras de ensueño. Me alegraba con saber que algunos amigos vendrían de “los países” y de que mis hermanos mayores vendrían de “la capital”, aquella ciudad que a mi edad era símbolo de progreso y modernidad, donde se hacían los cheques, de edificios altos que no había en Higüey, donde únicamente podía conseguir Hershey’s y Oreos a principios de los años ochenta. ¡Ahhh, la infancia! ¡Qué chulería!

Llegaba el 23 de diciembre, desde temprano sonaba el tilín-clan-clan de calderos y ollas, mi madre repartía instrucciones a cualquiera que le cruzara por el lado: “Chucho: arme la máquina de moler carne. Ivette: póngase en eto’, que hay que hacerle un escabeche a la carne antes del medio día”. Ivette trabajó por muchos años en mi casa, nos vio nacer, crecer, dejó el trabajo y volvió cuando ya éramos hombres. A cualquiera de mis hermanos le decía: “vaya donde Lalo y dígale que mande a buscar las hojuelas”. Si cualquiera de nosotros daba visos de haraganería, ella lo activaba inmediatamente: “Póngase en eto’, que eto’ e’ pa’ hoy”. Los boches se encendían si ella, en su sabia planificación de los quehaceres del hogar, calculaba que terminaría de noche.

Mis hermanos y yo nos turnábamos en la molienda de la carne. Trabajito duro ese, ¡er diache! El techo cobijado de “zinc” disipaba un calor terrible, el sudor corría desde la coronilla de la cabeza hasta aquella parte del cuerpo donde no da el sol. El movimiento monótono de la manigueta cansaba nuestros músculos, obligándonos a alternar entre un brazo y otro.

Llegado el momento de buscar las hojuelas, me aseguraba de estar montado en el vehículo que nos llevaría a la casa de doña Edelmira en el barrio Nazaret. Otro llevaría a cabo el encargo, mi propósito era presenciar por un breve instante el ambiente de ese lugar. Me maravillaba al observar aquel grupo de hombres y mujeres que pelaban, guayaban, secaban, amasaban y cortaban para transformar quintales de yuca en hojuelas de cativía. Los veía como una enorme maquinaria viviente, hecha de herramientas rústicas que funcionaban a base de músculos y perfectamente sincronizada. Doña Edelmira le dedicaba tiempo a todo y a todos para mantener funcionando a toda capacidad esa industria doméstica durante la temporada alta de consumo de empanadillas, diciembre. Ella, usando mandil, paño en la cabeza y luciendo sus características pecas en el rostro, ponía con cuidado 10 pilas de 25 hojuelas en la bandeja de mi mamá, cobraba y volvía a atender cualquiera de sus tantas responsabilidades: responder el teléfono, dirigir la producción, atender al próximo cliente o darle el soberano boche a cualquiera que fuera a comprar hojuelas sin haber reservado con anticipación.

La bandeja de hojuelas, cubierta de un paño impecable, descansaba en el regazo del más fuerte de los mensajeros, para asegurarse de que ese objeto tan preciado llegara a su destino en las mismas condiciones en que se lo entregaron. En ese momento ya solía ser el medio día,  estaban listas la carne y las hojuelas, pero también estaba listo el almuerzo.

Terminado el trajín matutino, el “fregao” del almuerzo y el cafecito post-siesta de mi papá, llegaba el momento adecuado para comenzar la segunda fase de la operación empanadillas. Mi mamá ordenaba a cualquiera de nosotros, con firmeza y en tono jocoso: “vaya a la nevera y tráigame el vino, ¡pero rápido!”. De vuelta a la cocina, regresaba el emisario con una botella de vino Cinzano blanco que había sido comprada con alevosía días antes. El “crack” que sonaba al destapar la botella era el disparo que iniciaba la carrera de las empanadillas. Mientras avanzaba el trabajo, crecían en mí las expectativas del festín. Ella echaba cuidadosamente la carne en la hojuelas, mojaba sus dedos para hacer que el almidón de la yuca formara un engrudo que servía de pegamento natural, jutaba los bordes y los apretaba gentilmente entre sí. Este proceso se repetía cuidadosamente doscientas cincuenta o trescientas veces hasta que se completaba ese mismo número de empanadas rechonchas, cuidándose de que no se abriera el mínimo hueco en aquella “tela de yuca”.

Al mismo tiempo, Ivette comenzaba a freir las primeras de las producción. De vez en cuando se oía alguna empanadilla explotar y regarse el aceite por todas partes, y detrás se escuchaba el lamento de mamá decir: “¡Carajo, se rompió una, sácala del caldero, juuuye!”.  Entre tragos de Cinzano, fritura y explosiones de empanadas transcurría la tarde hasta recién entrada la noche. Por otro lado, mis hermanos y yo llevábamos su respectivo plato de empanadillas a tíos y algunos relacionados. De la misma manera, recibíamos de sus manos algún “cariñito” que ellos enviaban a mis padres, lo cual se convertía en un trueque de afectos y parabienes en forma de comida.

Siempre mis hermanos y yo merodeábamos cerca de la cocina y le “marchábamos” enseguida a las que recién salían del caldero. Cuando yo lo hacía, si no me quemaba la boca por estar de “agallú”, disfrutaba una de las experiencias gastronómicas más trascendentales en mi vida. El humito de la empanada recién frita se metía por la nariz acompañada del olor particular de la cativía, era un olor ligeramente agrio debido al proceso de secado de la yuca. El sonido crocante de la primera mordida destapaba cientos de años de tradición higueyana transformados en sabor, aderezados con la costumbre familiar de los Santana Rodríguez que mi madre heredó de doña Anita, mi abuela. Estaban secas, siempre secas, nunca enchumbadas de aceite, como debe freirse una empanadilla. Con cada mordida se mezclaban los sabores a carne de cerdo, cativía y pasas que se complementaban armoniosamente para producir un placer que terminaba sólo cuando ya me sentía “timbí”.

Amigo lector, por favor, tenga decoro y límpiese la babita que le está saliendo por la comisura de los labios, ya estamos terminando.

Las experiencias con las empanadillas de yuca solían ser diversas dependiendo del momento en que eran comidas. Ya fueran recalentadas en la cena del 24 de diciembre, recalentadas en la mañana y acompañadas de un vaso de leche, o temprano de la noche acompañadas de una taza de té de jengibre bien caliente, siempre fueron un manjar. El trueque familiar me permitía comerlas de diferentes procedencias y no podía evitar compararlas. ¡Claro! Para mí, las de mi mamá siempre ganaban. Me pasaba la navidad envuelto entre múltiples sabores y texturas de empanadillas, llegando al punto de darme casi un choque de sazones.

Las vacaciones se iban desinflando y yo iba bajando mi nivel de exaltación en la misma medida en que se acercaba el toque de timbre del colegio. Terminaba esa época del año con la esperanza de que el próximo pudiera volver a comerlas de nuevo. Caminaba todos los días frente a la fritura de Doña María y, aunque su fritura era muy concurrida, no se equiparaba a la experiencia de una empanadilla de cativía en familia.


La cena de nochebuena, en vez de ser un momento en el tiempo, la veo como un recorrido que suele involucrar la familia extendida, desde el momento mismo en que comienza la planificación. En nuestro caso era un trabajo que se hacía en equipo sin tener conciencia de ello, desde el aporte económico de mi padre, el trabajo duro de mi madre y sus asistentes, hasta la modesta colaboración de sus hijos. Agradezco a mis padres por llevarnos cada año por ese sendero, en especial a mi madre, que se fajaba muy duro para que este batallón de gente que llamamos familia pudiera disfrutar de estos momentos. Fueron vivencias que recordaremos y disfrutaremos mientras ocupemos un espacio en esta tierra.


También importante en los límites de mi familia era la participación activa de Ivette y otras mujeres, quienes fielmente estuvieron a la orden de mi madre para ayudar incondicionalmente en cualquiera de las tareas de la cocina y el hogar en general.

Pongo en perspectiva la fortaleza de esta mujer que llamaban Edelmira, en el barrio Nazaret. Hoy valoro esta señora, al igual que muchas otras, como una micro empresaria de muchas luces: productora, comerciante, capataz, líder, madre y muchos roles más. Mujer de una fortaleza admirable que tenía que empantalonarse para dirigir una legión de hombres y mujeres que le ayudaban a cumplir compromisos durante todo un año, especialmente en diciembre.

Igualmente reconozco el inmenso valor de Julia Donastorg (María Guayando), con su puesto de fritura en la esquina que llamábamos “la esquina de Pipo Roca”. Tanto así que sirvió de inspiración a Los Hermanos Rosario para componer la canción María y de ejemplo de trabajo a muchos. Su vida se desarrolló en forma de un ciclo de trabajo contínuo que le permitió sacar hacia adelante su familia: guayar y guisar para freir, vender, cobrar y volver a repetir el ciclo diariamente.

Estas mujeres, desde sus diferentes roles en la sociedad, han contribuido a mantener la tradición de las empanadillas de cativía. ¡Mi respeto y admiración para ellas!

Por Jesús W. Del Carpio Santana (Chucho)

viernes, 15 de diciembre de 2017

El Cuento inconcluso



Cazar mariposas no era lo que hacíamos, las exterminábamos con nuestras varas, nos metíamos en el matorral del gran patio y sólo bastaba dar vueltas con las varas en las manos, no nos importaban las mariposas que caían al suelo, sólo queríamos derribar las que volaban, era una diversión cruel que reflejaba el aburrimiento perpetuo de los mocosos que no tienen mucho que hacer o tal vez era un grito muy alto que decía: necesitamos otra cosa que hacer. Sí, era eso, pero no nos entendían o mejor dicho, no nos escuchaban.

Las casas del patio eran una especie caserío en donde una familia vivía en cada división, las casas constaban de una sola una habitación y una cocina, que a veces era una segunda habitación, al igual que todas daban al gran patio donde exterminábamos mariposas. La casa de  Julito el mecánico, estaba justamente en la entrada izquierda frente a la parte trasera del colmado. Julito, era un gigante tan fuerte y tan grande que una vez lo vi sostener a su mujer de pie sobre su mano como el que equilibra un trompo, ella era una mujer pequeña de pelo negro y corto, al contrario de lo que me dice mi madre no la recuerdo bonita, más bien la recuerdo embarazada, con una bata azul hasta los tobillos y sacándole capas al Goliat de su marido en una tarde amarilla.

Al lado de la casa de Julito, vivían “las que viven ahí”, anónimas, indiferentes y distantes, para mí no existían ni siquiera las recuerdo como a la mujer de Julito el mecánico. Al final del patio había una casa totalmente diferente a las demás, era la casa del viejo de la escoba, bastaba que se abriera esa puerta y el patio estaba instantáneamente libre de niños,  aunque nunca supimos quién era en realidad el viejo de la escoba muy pocas veces vimos la puerta abierta.

A quién recuerdo bien es a Dulce, una mujer con cara de maestra de “Kínder Gato”, con la voz como su nombre, a veces nos miraba mientras jugábamos en el patio donde exterminábamos mariposas, y se reía, nos decía cualquier cosa de las que las personas dulces le dicen a un niño y entraba a su casa llena de cosas bonitas como un mueble rojo en medio de la sala; una radio de consola; un florero de cristal; un cuadro de una niña regordeta de rizos dorados y desnuda, que se contaba los dedos del pie sobre un prado; cortinas en la pared, una alfombra verde sobre un piso de cemento amarillo que hacia un contraste con la lámpara de yeso sobre la mesita y otras tantas cosas que me parecían diferentes a todas las otras casas a la que había visitado.

Un día en la tarde, cuando ella llegaba, estábamos jugando los amiguitos Cesarín, Sophia y Mariel –la hija de la mujer gorda que vivía al frente–, Dulce traía sus manos ocupadas con un paraguas, una bolsa y algo que me pareció un álbum de fotos, nos pidió ayuda con la bolsa y yo encantado la ayudé, Cesarin con el paraguas y Mariel con el álbum de fotos, cuando abrió la puerta de su casa nos invitó a pasar, en un instante estábamos todos en la sala de su casa, tranquilitos y escuchando un cuento que ella nos empezó a leer. Era la primera vez que me leían un cuento, mi madre me los contaba, me enseñaba cosas, jugaba a los soldaditos conmigo, hasta me encampanó muchas chichiguas al punto de dejar quemar las habichuelas en más de una ocasión, pero esa era la primera vez que me leían un cuento, no recuerdo el cuento, ya ni recuerdo su voz, sólo recuerdo la expresión de su cara cuando Frank el papá de Dulce llegó, mucho tiempo después supe que no era el papá de Dulce, Frank, era un hombre barrigón y silencioso que siempre vestía de saco, creo que todo el mundo lo conocía pero nadie lo saludaba. Frank, solo iba algunos días en la tarde y uno que otro día de esos festivos, para mí eran los que no había escuela, en los que la gente no trabajaba.

A su entrada Dulce cambió, su voz dejó de sonar relajada y libre, al ver su rostro su expresión rompió la magia del cuento. Culpa de Frank, lo miró y este caminó sin decir nada hacia la cocina que se veía desde la sala, ella cerró el libro y nos dijo que nos haría el cuento luego.


Es increíble lo elocuente que son los ojos, los gestos, los cambios en los tonos de voz, todos nos levantamos en silencio y nos fuimos,  Dulce se quedó con su “Papá”, por lo menos eso creía yo, la puerta se cerro y luego de un largo rato se abrió; Frank se fue dejando a una mujer usada; a una amante sola, vacía y sin algún niño que juegue con los vecinitos a los que ella no les terminó el cuento.