viernes, 15 de diciembre de 2017

El Cuento inconcluso



Cazar mariposas no era lo que hacíamos, las exterminábamos con nuestras varas, nos metíamos en el matorral del gran patio y sólo bastaba dar vueltas con las varas en las manos, no nos importaban las mariposas que caían al suelo, sólo queríamos derribar las que volaban, era una diversión cruel que reflejaba el aburrimiento perpetuo de los mocosos que no tienen mucho que hacer o tal vez era un grito muy alto que decía: necesitamos otra cosa que hacer. Sí, era eso, pero no nos entendían o mejor dicho, no nos escuchaban.

Las casas del patio eran una especie caserío en donde una familia vivía en cada división, las casas constaban de una sola una habitación y una cocina, que a veces era una segunda habitación, al igual que todas daban al gran patio donde exterminábamos mariposas. La casa de  Julito el mecánico, estaba justamente en la entrada izquierda frente a la parte trasera del colmado. Julito, era un gigante tan fuerte y tan grande que una vez lo vi sostener a su mujer de pie sobre su mano como el que equilibra un trompo, ella era una mujer pequeña de pelo negro y corto, al contrario de lo que me dice mi madre no la recuerdo bonita, más bien la recuerdo embarazada, con una bata azul hasta los tobillos y sacándole capas al Goliat de su marido en una tarde amarilla.

Al lado de la casa de Julito, vivían “las que viven ahí”, anónimas, indiferentes y distantes, para mí no existían ni siquiera las recuerdo como a la mujer de Julito el mecánico. Al final del patio había una casa totalmente diferente a las demás, era la casa del viejo de la escoba, bastaba que se abriera esa puerta y el patio estaba instantáneamente libre de niños,  aunque nunca supimos quién era en realidad el viejo de la escoba muy pocas veces vimos la puerta abierta.

A quién recuerdo bien es a Dulce, una mujer con cara de maestra de “Kínder Gato”, con la voz como su nombre, a veces nos miraba mientras jugábamos en el patio donde exterminábamos mariposas, y se reía, nos decía cualquier cosa de las que las personas dulces le dicen a un niño y entraba a su casa llena de cosas bonitas como un mueble rojo en medio de la sala; una radio de consola; un florero de cristal; un cuadro de una niña regordeta de rizos dorados y desnuda, que se contaba los dedos del pie sobre un prado; cortinas en la pared, una alfombra verde sobre un piso de cemento amarillo que hacia un contraste con la lámpara de yeso sobre la mesita y otras tantas cosas que me parecían diferentes a todas las otras casas a la que había visitado.

Un día en la tarde, cuando ella llegaba, estábamos jugando los amiguitos Cesarín, Sophia y Mariel –la hija de la mujer gorda que vivía al frente–, Dulce traía sus manos ocupadas con un paraguas, una bolsa y algo que me pareció un álbum de fotos, nos pidió ayuda con la bolsa y yo encantado la ayudé, Cesarin con el paraguas y Mariel con el álbum de fotos, cuando abrió la puerta de su casa nos invitó a pasar, en un instante estábamos todos en la sala de su casa, tranquilitos y escuchando un cuento que ella nos empezó a leer. Era la primera vez que me leían un cuento, mi madre me los contaba, me enseñaba cosas, jugaba a los soldaditos conmigo, hasta me encampanó muchas chichiguas al punto de dejar quemar las habichuelas en más de una ocasión, pero esa era la primera vez que me leían un cuento, no recuerdo el cuento, ya ni recuerdo su voz, sólo recuerdo la expresión de su cara cuando Frank el papá de Dulce llegó, mucho tiempo después supe que no era el papá de Dulce, Frank, era un hombre barrigón y silencioso que siempre vestía de saco, creo que todo el mundo lo conocía pero nadie lo saludaba. Frank, solo iba algunos días en la tarde y uno que otro día de esos festivos, para mí eran los que no había escuela, en los que la gente no trabajaba.

A su entrada Dulce cambió, su voz dejó de sonar relajada y libre, al ver su rostro su expresión rompió la magia del cuento. Culpa de Frank, lo miró y este caminó sin decir nada hacia la cocina que se veía desde la sala, ella cerró el libro y nos dijo que nos haría el cuento luego.


Es increíble lo elocuente que son los ojos, los gestos, los cambios en los tonos de voz, todos nos levantamos en silencio y nos fuimos,  Dulce se quedó con su “Papá”, por lo menos eso creía yo, la puerta se cerro y luego de un largo rato se abrió; Frank se fue dejando a una mujer usada; a una amante sola, vacía y sin algún niño que juegue con los vecinitos a los que ella no les terminó el cuento.

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