- “Ni, ni, ni la gallinita ponedora, ni la vaquita lechera, ni la viejita belén, ni el papelito de la suerte. En ete’ paí’ dede’ que mea un chivo na’ silve’, ya he peldío’ como dié venta de loto porque cayó un aguacero y ahora ni lu’ hay. ¡Toy jarta!”. Una bachata se escuchaba en un radio de baterías destartalado: “Penaaa, es lo que siento en mi aaalma…”.
Mientras el lanzallamas de la señora se manifestaba, Manuel leía un letrero: “Esta banca opera con servicio telefónico de Anyfone”. Ignoró lo visto y oído, y se dispuso a disfrutar el refresco que pidió al llegar al colmado. La Nuez de Adán subía y bajaba al ritmo marcado por cada trago de soda que bajaba por su garganta, y tras de sí se escuchaba el tradicional sonido gutural: “glup, glup, glup.....”.
Cabeza inclinada hacia atrás, con gotas que rodaban por su piel para formar hilos de sudor, bajo un techo de zinc que le cocía hasta los pensamientos, Manuel tragaba incesantemente creyendo que con ello desaparecerían los 35 grados celcius de temperatura y humedad abrazantes que se sintieron después de un aguacero bajo sol de verano.
Cuando se tomó la última gota emitió un “ahhh” de satisfacción, pero la señora le interrumpió su éxtasis: “Señol, señol: su celulal ta’ sonando”.
- “Aló”, dijo Manuel al contestar el teléfono. Escuchó la voz desesperada de su esposa Mariela que dijo: - “MANUEL, JUYE Y TRÁEME LA BOMBITA DE MASIEL, QUE LE ENTRÓ UN ATAQUE DE ASMA”.
De esta forma comenzó la tarde del primer sábado que Manuel tuvo libre en el trabajo desde hace mucho tiempo. No pensó, no preguntó, sólo reaccionó y contestó: - “Toy saliendo”.
Tiró en el mostrador un billete del cual no le importó la denominación, y la botella, que bailoteó de forma cadenciosa y sugerente teniendo el equilibrio exacto para no caerse. Todo el que vió una camioneta roja arrancar del frente del “Mini-colmado La Esperanza” pensó que llevaba el diablo: las gomas chillaron, el “mofle” lanzó su mejor copazo en años, el motor rugió como si quisiera despegarse del chasis. La camioneta le devolvió a Manuel con potencia cada peso que pagó por ella.
Mientras iba avanzando no sintió el cargo de conciencia de cruzar un semáforo en rojo porque nunca encontró a su paso uno con energía; las gomas surcaron los charcos de agua que se formaron en la avenida principal debido a un aguacero relativamente corto, pero copioso. En algún momento escuchó vagamente voces que al unísono vociferaron “HIJUE LA GRAN PUTA” cuando una goma cayó en un hoyo y empapó de agua sucia a un grupo de estudiantes de politécnico.
Al llegar al edificio donde vivía no estacionó, se detuvo en el lugar más cercano a la puerta. Broncodilatador en mano, corrió despavorido a través del pasillo que lleva a la escalera. Su dedicación al baloncesto no le sirvió para llegar a ser selección nacional, pero le ayudó a subir de tres en tres los escalones.
Mientras tanto, Mariela dejó en cuna a su hijo recién nacido y bajó con la niña para encontrarse con su esposo en el descanso del segundo piso. Masiel respiraba forzosa y agitadamente, su temperatura aumentaba, su tez se había tornado rojiza. Un silbido aterrador acompañaba cada inhalación como viento huracanado que se filtra entre las hendijas de una ventana. El pié izquierdo de la niña desprendió el celular de la cintura de Manuel hasta caer al piso.
- “Uno, dos y tres”. Manuel contaba la dosis exacta mientras le insuflabla el contenido del frasco.
Como si fuera una cuenta milagrosa, sus bronquios se despejaron, el oxígeno fluyó, la tensión disminuyó, Masiel recobró fuerzas para abrazar a su padre y derramar algunas lágrimas. De esa misma manera se le flojaron las coyunturas a los más grandes, se desplomaron en el piso y empezó a llorar la madre.
- “En sus siete años de vida nunca nos había pasado”, dijo la madre. “¿Cómo lo olvidamos en el vehículo?”, dijo el padre.
Tratando de aligerar el aura que imperaba en ese pequeño espacio, Manuel respondió de forma jocosa, entrecortada por el cansancio y respirando profundamente: “eso pasa hasta en las mejores familias”. De esa misma forma agregó: “quizás no nos saquemos el loto, pero retuvimos un gran tesoro”.
Manuel extendió una mano temblorosa, con fuerzas apenas para levantar el teléfono. Mientras miraba el aparato con la vista perdida, pensó en los escasos minutos que transcurrieron desde que salió del colmado. Se preguntó en voz alta: - ¿Qué hubiera pasado si la llamada se hubiera encharcado igual que el agua en las calles? ¿Y si se le hubiera ido la luz a la telefónica como se fue en los semáforos? ¿Y si la línea no hubiera funcionado como en aquel colmado?
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