sábado, 20 de enero de 2018

Ojivas nucleares caen en el colegio de Padua



Por Jesús W. Del Carpio Santana (Chucho)
Un día de verano entre 1981 y 1984, siendo pre-adolescentes, Elbimbín nos propuso una aventura magnífica a mi amigo Max y a mí, tomar clases de karate. Las películas chinas que veíamos en el matiné dominguero del cine Payán habían creado un mundo fantástico en su mente. Esta vez no se trataba de imitar karatecas, tirar chupones de chinas(*) al salir de la función o cualquier otro juego infantil. ¡NO-JOJO! Esto era cosa de hombres, de otro nivel, él tenía un propósito muy claro, liderar su propio clan de chicos rudos. El buscaba deslumbrar mujeres, hacerlas sus novias forever-and-ever y patearle el trasero a sus pretendientes adolescentes. La idea de mi camarada encontró terreno fértil en Max y en mí cuando habló de convertirnos en héroes y alzarnos con las chicas.

Elbimbín fue ese amigo con quien había llevado a cabo un importante y exitoso proyecto infantil semanas antes. Un día que pasaba frente a su casa me llamó para jugar a ser médicos. El tenía un paciente imaginario a punto de expirar en la sala de emergencia, y necesitaba un médico auxiliar. Cuando llegué, el quirófano ya estaba preparado. Me dijo: "Doctor, tenemos que operar, le inyectaremos anestesia". Tomó un potecito de anestesia de verdad y una jeringa. Vi cómo inyectaba al paciente con precisión galena, a la vez que se aventaba el vientre de aquel ser humano imaginario. "Ahora operaremos, doctor", susurró cubriendo su boca con la mano, logrando un efecto sonoro al estilo de Darth Vader, y se dispuso a abrir con una "yilé" nuevecita el vientre virtualmente humano. Mi imaginación se esfumó al ver cómo se desparramaba una mezcla rojiza de sangre y anestesia, y se exponían a cielo abierto los intestinos de aquella desdichada lagartija víctima del experimento. Elbimbín dijo decepcionado: "Coño, se murió el paciente!". Al difunto se le hicieron honores de héroe nacional y se le dio cristiana sepultura parecido a como lo hubiera hecho el padre Benito, párroco de la iglesia San Dionisio en aquella época: ¡REQUIEM CANTIM PACE...AAAMEEEN!

Max era un muchacho tranquilo, blanquito, mañoso para comer, que comía arroz sólo si tenía “cachú”. Había venido de retirada desde Nueva York y era el bonitillo que las lugareñas decidían besar cuando jugábamos a "el pico de la botella". En las ocasiones que jugábamos pelota de la pared, se le metía un canal de afuera y gritaba para defender a capa y espada alguna jugada que estuvo en los límites de ser "ao". Recuerdo que cuando tenía que dar su brazo a torcer ante un argumento que consideraba injusto en una discusión, solía presagiar su desquite y la desgracia del otro diciendo: “La verdad siempre triunfa”.

La idea de tomar clases de karate surgió porque Elbimbín había fijado especial atención en conquistar una hermosa adolescente que había ido desde Filadelfia hasta Higüey a pasar las vacaciones de verano. Era lozana, delgada, alta, pelo negro, tenía belleza caucásica, pero fecundada en vientre latino. Su acento gringo y frasecitas en spanglish le daban garbo a su personalidad, y las conversaciones en inglés con sus primas producían un dejo exótico que la hacía más atractiva todavía, sacándonos la babita del deseo. Además, olía a esas maletas que vienen de Nueva York; o sea, a jabones, polvos y perfumes de afuera.

Para iniciar nuestra aventura, partimos desde el parque central hacia el barrio Savica, donde averiguaríamos lo de las clases de karate. Llegamos al triángulo, como le decíamos al parquecito del obelisco, zona de tiendas, limpiabotas y fondas. Doblamos a la izquierda en la tienda de Rumaldo, donde solía pasar ratos admirando carritos Hot Wheels. Luego a la derecha en la calle 27 de febrero, donde más tarde abrirían la Heladería Capri. Cuando cruzábamos en medio de la cancha de baloncesto del colegio de Padua, Elbimbín entendió dentro de su sano juicio que debía devolverse a explorar un tanque-zafacón que habíamos dejado atrás. Max y yo, que seguíamos caminando, nos devolvimos ante el grito entusiasmado de nuestro amigo: "¡Jey, muchachos, vengan a ver!". Eran cerca de las dos de la tarde, la apacible hora de siesta de nuestro pueblo estaba a punto de despertar, sudábamos como potricos, había mucho silencio, pocos carros, apenas se escuchaba ese murmullo indescifrable que sale de los colegios cuando los estudiantes están en plena faena.

Me acerqué al tanque y vi tres huevos podridos que coronaban el montón de basura. Elbimbín los vio como ojivas nucleares aptas para lanzamiento, y con una sonrisa macabra que delataba su entusiasmo susurró excitado: "¡Jey, vamo' a tirá esos huevos hueros al colegio de Padua!". Max dio su aprobación inmediata. Yo no estaba seguro de que fuera una buena idea, pero si íbamos a formar un clan para pelear contra adolescentes mayores y quedarnos con sus chicas, esta me parecía una excelente oportunidad para hacer una ceremonia de iniciación al estilo de la gran logia de los Búfalos Mojados de los Picapiedra.

¡Señores, como son las cosas! ¿Quién carajo le susurró a Elbimbín que él tenía que desviar su ruta para ir a meter la cabeza en un zafacón? ¿A buscar qué fue ese muchacho para allá? ¿Usted se imagina esa vaina? No era uno ni dos huevos, eran tres. ¿Por qué había un huevo para cada uno?

Mis recuerdos no me acaban de confirmar si llegué a tirar alguno, pero estaba metido en el lío y mi sola presencia apoyaba la causa: "Todos para uno y uno para todos". Los cañones hicieron sus lanzamientos, la trayectoria de las ojivas dibujaron un arco imaginario perfecto, igual al de los libros de física de bachillerato, para colarse por el hueco que dejaba la ventana superior de madera. Así como solía caer en el canasto un gancho del baloncestista Kareem Abdul-Javar, así mismo cayeron los tres huevos podridos dentro del aula: ¡PLOFFF!

¡...Y SE ARMÓ EL JUIDERO! Patica, ¿pa’ qué te tengo? Arrancamos a mil por hora cual carrito rojo de carrera, doblamos en dos gomas la esquina de la tienda “El Mismo Reguerete” de Tolito, cruzamos frente a la ferretería de don Arnulfo Rolfott como "la jon(*) del diablo". Elbimbín iba delante por la acera oeste. Max y yo nos alternábamos entre la otra acera y la calle, y por más que me esforzaba él iba de segundo y yo de chorra(*). Esquivamos carros, motocicletas, estudiantes vespertinos retrasados, perros viralatas, vendedores ambulantes, paleteras, doñas que barrían sus aceras, también saltamos peñones y contenes a gran velocidad. Nos detuvimos al extenuar nuestros cuerpos, cuando el aliento nos faltaba. El cansancio me obligó a permanecer un buen tiempo encorvado, apoyando las manos sobre las rodillas y mirando el piso. Al levantar la cabeza vi que estábamos lejos del desastre nuclear y cerca del campo de aviación, en una época en que no aterrizaban avionetas, no había polideportivo y tampoco zona franca, sólo maleza.

Nos recuperamos y caminamos confiados, celebrando nuestra fechoría, con nuestra risa de oreja a oreja, a carcajada batiente. Elbimbín y Max se habían quitado el “poloché” para despistar ojos que injustamente los quisieran involucrar en el hecho. En cuanto a mí, el pudor no me permitía exponer partes íntimas de mi cuerpo en plena calle. De la nada salieron cuatro tipos en dos “pasolas” haciendo bulla y gritando: "¡AQUÍ ESTÁN, ESTOS SON, AGÁRRENLOS!". Vi a Elbimbín a veces en cámara lenta y otras en cámara rápida, “dao al diablo” tirando trompadas y patadas al aire tratando de alejarlos. Se parecía a Maximus Decimus Meridius, el de la película El Gladiador, con coraje, desafiante, encabronado, con ojos de felino salvaje acorralado, tenía...“The Eye Of The Tiger”. Pero na’, no le sirvió de na’, lo agarraron igual que a Max y a mí.

Ahí íbamos, Elbimbín poniendo resistencia como cerdo camino al matadero, agarrándose del piso con sus pezuñas lo mejor que podía. Max se “remeneaba” a veces   y yo estaba resignado. Dos centinelas nos agarraban a cada uno, cuales terroristas de máxima seguridad a punto de trapear el piso y quitar todo el "bajo" esparcido por aquel “material radioactivo”, según nos amenazaban. Mucha gente salió de sus casas y otros tantos dejaron sus puestos de trabajo para averiguar. Yo tragaba en seco y estaba a punto de llorar. Rogaba dentro de mí que no apareciera algún conocido que fuera a contarle la fechoría a mi papá, y que ningún compañero del colegio me viera, pues de seguro me hubieran hecho bulin. Gracias a unos estudiantes hacendosos que nos vieron muy bichos, ellos mismos se encargaron de limpiar. Terminamos cargando dos o tres cubetas de agua solamente.

En ese corito sano nunca más se volvió a mencionar la palabra karate ni lo de arrebatar aquella belleza importada. Nuestra siguiente reunión fue quizás para volver a jugar pelota de la pared. Hasta el sol de hoy mantuvimos un pacto de caballeros no verbalizado de callar lo ocurrido, y de ni siquiera conversarlo entre nosotros. :)



*Glosario

Chorra. En el argot de juegos infantiles dominicanos, llamábamos chorra a aquel que le tocaba el último turno. La usábamos junto a la palabra “tras”, que significaba que un turno se ubicaba detrás del primero; o sea, segundo. Al pactar el orden de los turnos antes de comenzar un juego infantil, solíamos decir: “Yo voy primero, tú tras y él es chorra". También se usaba para enumerar el orden en que se llegaba a la meta en una carrera: “Yo llegué de primero, tú tras y él chorra”.

Chupones de china. Hollejos de naranja.

Jon. Se sabe que la frase “la jon del diablo" se usa para enfatizar cuando algo se mueve velozmente. Pero, ¿qué significa “jon”? Mi teoría es que “jon” es la forma escrita en español para referirse al sonido que emiten los vehículos cuando van en alta aceleración. (Imite el sonido de un carro acelerando a ver si se le parece: JON-JON-JON). Por otro lado, según el lenguaje popular dominicano, no hay nada en el cosmos que se atreva a ser mejor que el diablo, ni siquiera un dios, así somos de pintorescos y contradictorios. Por esa razón, cualquier objeto, animal o cosa que se mueva muy rápido es comparado con ese señor. Por ende, la oración “cruzamos frente a la ferretería de don Arnulfo Rolfott como la jon del diablo" significa que si hubiéramos medido nuestra velocidad  (jon), hubiera sido similar a la jon del diablo a su máxima velocidad.

Por Jesús W. Del Carpio Santana (Chucho)

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